Plegaria de las salamandras
Inmortal, eterno, inefable e increado, padre de todas las cosas, que te haces llevar en el rodante carro de los mundos giratorios. Dominador de las inmensidades etéreas, en donde está elevado el trono de tu omnipotencia, desde cuya altura, tus temidos ojos Io descubren todo y que con tus bellos y santos oídos todo lo escuchas, ¡exalta a tus hijos a los cuales amas desde el nacimiento de los siglos! Porque tu adorada, excelsa y eterna majestad resplandece por encima del mundo y del cielo, de las estrellas; porque estás elevado sobre ellas. iOh, fuego rutilante!, porque tú te iluminas a ti mismo con tu propio esplendor; porque salen de tu esencia arroyos inagotables de luz, que nutren tu espíritu infinito, ese espíritu infinito que también nutre todas las cosas y forma ese inagotable tesoro de sustancia siempre pronta para la generación que la trabaja y que se apropia las formas de que tú la has impregnado desde el principio. En ese espíritu tienen también su origen esos santísimos reyes que están alrededor de tu trono y que componen tu corte. iOh, Padre universal! iOh, ¡único!, iOh, ¡Padre de los bienaventurados mortales e inmortales!
Tú has creado en particular potencias que son maravillosamente semejantes a tu eterno pensamiento y a tu esencia adorable; tú las has establecido superiores a los ángeles que anuncian al mundo tus voluntades, y que, por último, nos has creado en tercer rango en nuestro imperio elemental. En él, nuestro continuo ejercicio es el de alabarte y adorar tus deseos, y en él también ardemos por poseerte. Oh, ¡Padre!, Oh, ¡Madre!, ¡La más tierna de las madres! iOh, ¡Arquetipo admirable de la maternidad y del puro amor! iOh hijo!, ¡La flor de los hijos! iOh, ¡Forma de todas las formas! iOh, ¡Alma, espíritu, armonía y número de todas las cosas! Amén.
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