La primer investigación como antropólogo fue hace mas de 20 años, en las laderas del este de los Andes ecuatorianos entre los indios jibaros, Untsuri Shuar. Por aquel entonces los jibaros eran conocidos por una práctica casi desaparecida en nuestros días, la reducción de cabezas, y por el ejercicio intensivo del chamanismo, que aun conservan. Entre 1956 y 1957 conseguí reunir una gran cantidad de información sobre su cultura, pero en lo que concierne al mundo de los chamanes no fui más que un mero espectador.

Un par de años después, el Museo Americano de Historia natural me ofreció hacer una expedición a la Amazonia peruana para estudiar, durante un año, la cultura de los indios conibos de la región del rio Ucayali. Acepte, encantando de tener la oportunidad de investigar más a fondo las culturas de la selva de Alto Amazonas. Ese trabajo de campo tuvo lugar en los años 1960 y 1961.
Dos experiencias singulares entre jibaros y los conibos me alentaron a seguir la senda del chamán; me gustaría compartirlas con usted. Quizá le descubran algo de ese mundo oculto e increíble que tiene ante si aquel que comienza su peregrinaje chamánico.
Llevaba casi un año viviendo en un poblado conibo a orillas de un lago alimentado por un afluente del Ucayali. Mi investigación antropológica sobre la cultura de los conibos iba muy bien, pero cuando intente recabar información sobre sus prácticas religiosas no tuve mucho éxito. La gente era amistosa, pero se mostraba muy reticente a hablar de lo sobrenatural. Por fin, me dijeron que si de verdad quería aprender, tendría que tomar la bebida sagrada de los chamanes, hecha a base de ayahuasca, la “PLANTA DEL ALMA”. Dije que si con una mezcla de curiosidad e inquietud, pues me advirtieron que la experiencia iba a ser espantosa.
A la mañana siguiente, mi amigo Tomas, el más venerable anciano del poblado, fue a la selva a cortar las plantas. Antes de marcharse me dijo que ayunara: poco desayuno y nada de almorzar. Volvió a mediodía con hojas y plantas de ayahuasca y cawa como para llenar una olla de cincuenta litros. Le llevo toda la tarde conocerlo, hasta que solo quedo una cuarta parte del liquido negruzco. Lo echo en una botella vieja y lo dejo enfriar hasta el atardecer, cuando, dijo, lo tomaríamos.
Los indios abozalaron a los perros de la aldea para que no ladrasen. Me dijeron que los ladridos podían volver loco al que tomara ayahuasca. Se hizo callar a los niños y el silencio invadió el poblado con la caída del sol.

Cuando la oscuridad engullo el breve crepúsculo ecuatoriano, Tomás vertió aproximadamente un tercio de la botella en un cuenco de calabaza y me lo paso. Todos los indios observaban. Me sentí como Sócrates entre sus compatriotas atenienses aceptando la cicuta; recordé que uno de los nombres que los pueblos de la Amazonia peruana daban a la ayahuasca era “LA PEQUEÑA MUERTE”. Me tome la poción sin vacilar; tenía un sabor extraño, un poco amargo. Espere entonces a que Tomás bebiera, pero dijo que, al final, había decidido no participar.
Me tumbaron en el suelo de bambú bajo el gran techo de paja de la choza comunal. En la aldea no se oían más que el chirriar de los grillos y los gritos distantes de un mono aullador, allá en la jungla.
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